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Lealtad: Oscura Filosofía

  • Foto del escritor: Scarlet Castro
    Scarlet Castro
  • 26 mar 2021
  • 3 Min. de lectura

Por Sebastian Durand


Desde las treinta monedas de plata, hasta nuestros actuales líderes políticos, pocos son los que conocen de ‘lealtad’; no parecen haberla escuchado nunca, mucho menos conocer que figura en los diccionarios, o al menos no en el de ellos. Puede parecer absurdo, pero para algunos personajes históricos esta palabra formó y forma parte de su fraseología popular.


A estos últimos se les ha podido ver desfilar llenándose la boca de este término, era algo parecido a Nerón hablando de apagar incendios; todo un arte del que tomaban parte. En estos últimos años, ‘lealtad’ pasó a ser lo que conscientemente llamamos ‘historia’, y el siguiente relato nos lo demuestra.


El remordimiento sobre la conciencia que supone el recibimiento o pago de un soborno, no empieza con ninguno de estos dos verbos. La trama de esa peripecia la vivió un personaje histórico. Era Judea el año 33 D.C., y el Sanedrín –corte de justicia judía– reclamaba a gritos la cabeza de un filósofo con aires de reyezuelo que debía ser sentenciado por alta traición a los principios judíos. El Imperio creía en aquella época que la santería que venía predicando un ‘fulano de Nazaret’ no causaría mayores inconvenientes de los que ya tenían con sus apuñalamientos y envenenamientos internos; la próxima muerte de un César se veía venir, pero no de las manos de un semidiós o de algún personaje que se declarara hijo de los dioses. Los romanos estaban tan absortos con su embriaguez de poder que poco fue lo que significó el filósofo de Nazaret y sus doce correligionarios, a diferencia de lo que supuso in extremis para el propio pueblo que profesaba liberar.


El nativo de “las indias” del Nuevo Mundo, Felipillo, tenía una ira muy enraizada sobre sus orígenes en el incanato, el Imperio de los Incas, aunque para él no hacía mucha mella el hecho de ser indígena, era uno de los pocos bilingües que existía antaño; además de servir como intérprete entre ambos mundos, el español europeizante y el incaico milenario, Felipillo guardaba un celoso afán de hacerse con el poder a como dé lugar. Diego de Almagro era un completo ignorante en la lengua nativa, por eso mismo reclutaba desde la cuna a hombrecillos indígenas con potencial para servir como nexo entre los deseos del conquistador y sus subordinados.


A pesar de ser el hijo putativo de la Corona española, Felipillo tenía sus bemoles, y no era para menos, él era la voz cantante en escenarios donde el Conquistador pedía claridad a la hora de interrogar a los moradores; cualquier reclamo, había de pasar por el primer filtro: Felipillo. Las distorsiones inconscientes en las que caía de Almagro podía desencadenar una muerta lenta y dolorosa para quienes eran escuchados por su entrañable intérprete, los errores conscientes, premeditados y vesánicos no eran de esperarse, Felipillo casi siempre los hacía sin propósito de enmienda. Así, bajo ese esquema conveniente de trabajo, hacía y deshacía cualquier acto que a su discreción no convenía ser escuchado por Almagro. Como dice el viejo adagio popular: “De tu boca a los oídos de Dios”.


Nosotros hablábamos de un acto que tenía tanto arrastre moral como ético: desde las treinta monedas de plata que le dieron a Judas de Judea para acallar un palpitante dolor de muelas, hasta el pacto que los conquistadores de “las indias” celebraron con el Felipillo del Tahuantinsuyo para cebarse sobre las riquezas vírgenes de estas tierras llamadas Perú, Chile, Ecuador y Bolivia. Estas traiciones impulsadas por el rencor, odio y ambición, además de ser derivados del dolor y sufrimiento (pain and pleasure), grafican crudamente lo que para Jeremy Bentham fue “el gobierno de la naturaleza del hombre”; esos insumos mundanos, que no son exclusivos del ser humano, sino que forman parte integral de lo más primitivo en toda la creación divina.


En palabras de Bentham, ‘el pain and pleasure’, “nos indica lo que debemos hacer, así como determinar lo que haremos”; esta antítesis del LOGOS, junto con estos episodios históricos, son una herencia del pensamiento de que el dinero y la traición sirven como fundamento para colocarnos en un dilema ‘hamletiano’: de lo que es y en lo que pudo haber sido. No se necesita entrar a desvariar profundamente sobre el proceso, ni de cómo se dibujaba el panorama cultural en aquellos años, sino de visualizar el resultado, que es lo que siempre se cuenta a la hora rendir algún testimonial ante un común mortal investido de una autoridad moral –el juez–.


Y es de ‘resultados’ cuando de hablar sobre la diferencia entre moral y ética se trata; para lo primero, sirve como cortapisa la dimensión social y el rechazo colectivo (tan igual a como existía en la antigüedad: el ostracismo, esa especie de exilio para no seguir dañando la estructura social de determinada comunidad; aunque en la actualidad le llamemos eufemísticamente: la cultura de la cancelación).





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